Febrero es el mes del kitsch, el apogeo del mal gusto. Al menos del kitsch y el mal gusto gringos, que llegados al punto en que nos encontramos, ya son el kitsch y el mal gusto mundiales.
No acabábamos de recuperarnos del empalagoso Superbowl y su midtime show, cuando llegó la insoportable cursilería del San Valentín. El pobre santo no ha de tener culpa. O sí. Algún grave pecado ha de haber cometido en vida para que su nombre se vea embarrado en esa pegajosa melcocha. Y no habían cesado aún las náuseas cuando aparece el peor y más dañino de los ataques al buen gusto y a la salud pública. La cereza del pastel infame, de ese chantilly intragable: los bienaventurados premios Oscar, que esperemos pronto el Señor acoja en su gloria. Aunque no parece tener para cuándo (a los sufridos mexicanos nos tocó, además, atragantarnos con la repasada que nos otorgó el Santo Padre, pero ése ya es otro cantar).
Empecemos por decir que los verdaderos ganadores del Oscar no fueron ni Spotlight ni DiCaprio ni Inárritu ni Lubezki. Ni siquiera la osa. Los auténticos vencedores fueron, en primer lugar, la cadena ABC, titular de los derechos, y toda la recua de fiduciarias en el planeta entero, junto con los cientos o miles de “patrocinadores” del sainete más grande del mundo. Y, por supuesto, Oscar de la Renta, Louis Vuitton, Carolina Herrera, Christian Dior, Dolce & Gabbana, Giorgio Armani, Versace y toda la mariconería fina de la emblemática alfombra roja, el genuino escenario.
Ya que, déjeme decirle, cinéfilo lector, que los Oscar tienen muy poco que ver con el cine. Con el cine-cine, entendámonos. Ni siquiera la palabra tienen. Para ellos los movie theaters y sus pictures no son más que un entretenimiento. Y, por supuesto, un jugoso negocio. No porque sí, y sin enrojecer ni tantito, lo califican de showbussines. A pesar del pomposo nombre de la “Academy of Arts”, el arte no cabe. El séptimo arte no ha pasado por ahí, más que en contadas excepciones en los casi 90 años del deplorable menjurje.
Si está usted al corriente de la gran simulación, tal vez no sea una sorpresa, pero no dejará de ser un escándalo el enterarse de que de las grandes películas de la historia y de los grandes realizadores, los capos del Oscar no tienen ni idea ni conocimiento. Para darnos tan sólo un quemón, permítame decirle que han estado ausentes, entre otras, figuras de la talla de Chaplin, Buster Keaton, David Lynch, Ken Loach, Sam Peckinpah, Arthur Penn, Roger Corman o Brian de Palma. Es esta una lista que improviso al botepronto. Faltan muchos otros nombres de peso abrumador. En los que sí reparé y quise dejar al final son nada menos que Stanley Kubrick (al que sólo se le otorgó el premio a “los mejores efectos visuales” por su extraordinario 2001), Alfred Hitchcock (al que premiaron Rebecca, pero que nunca fue el mejor director) y nada menos que Orson Welles, que para los insignes cheerleaders de la Academia, simplemente no existe. Y fíjese, amigo mío, que en la relación anterior únicamente incluyo cineastas en lengua inglesa, categoría que, en los premios Oscar, distinguen especialmente. Si nos vamos al resto del panorama cinematográfico mundial, la situación es mucho más lamentable. Catastrófica diría yo.
Directores del cine mexicano, por ejemplo, no hay ni uno. Ni Alejandro Galindo ni Rogelio A. González ni Luis Alcoriza ni el Indio. Ni Gámez ni Ripstein. Buñuel nunca fue el mejor director. Sólo fue premiada El discreto encanto de su segunda etapa francesa. Ni Los olvidados ni Nazarín ni Viridiana existen.
Consolémonos, el resto de América Latina está peor. Ningún gran director. Únicamente dos películas, argentinas ambas: La historia oficial y El secreto de sus ojos. De Tomás Gutiérrez Alea, Víctor Gaviria, Eliseo Subiela, Glauber Rocha, Miguel Littín y toda la cohorte, ni sus luces.
Sin embargo, es en Europa donde la magnitud del atentado al cine alcanza niveles criminales. No tengo espacio ni hígado. Sólo le menciono un puñado, un poco al azar: no están ni Visconti ni Antonioni, ni Saura ni Juan Antonio Bardem, ni Manoel de Oliveira, ni Godard ni Chabrol. Ni Miklos Jancso ni Emir Kusturica. Ni Werner Herzog ni Rainer Fassbinder, ni Tarkovski ni Paradzhánov. ¡Ni Sergei Eisenstein!
De Japón sólo conocen a Kurosawa. Pero de Oshima ni sospechan. Del genial australiano Peter Weir y del enorme bengalí Satyajit Ray, tampoco. En cuanto a Irán, Oriente Medio y África, no me haga usted reír.
Tal es el desolador paisaje. Alguna vez la inolvidable Catherine Spaak dejó caer: “Tener éxito en Estados Unidos es sólo cuestión de saber convertirte en mercancía y estar en buenas manos; el cine allá no se encuentra en las pantallas sino en las taquillas”. En efecto, la oferta cinematográfica ha de ser banal y rentable. Nunca problematices. La receta es: sé fácil, hábil y embaucador.
Para establecer lo único que unifica el repertorio ofrecido, recordando el genial adagio de esa rutilante actriz, es suficiente tener imbuidos los intereses sobre todo aviesos. Toda oportunidad de obtener lucimiento implica ser totalmente obsecuente, poner en rescoldo recursos extraordinarios tejiendo expectativas.
En fin, allá los gringos y su concepción del cine. Como en cualquier timo, no obstante, la culpa es más del timado que del timador. Quien se vaya con esa estafa, merecido lo tiene. Sólo me duele que hayan escogido para tan deleznable fin el nombre del incomparable Wilde. Si alguien no tiene nada que ver con tal chapuza es él. No se vale.













